Eva Martínez Rubio
Máster en Terapia Sexual y de Pareja
con perspectiva de género

En el presente artículo se analizará el desarrollo de la discursividad acerca del deseo sexual en la mujer y su relación con el poder, es decir, con el heteropatriarcado y el capitalismo. Esta aproximación se realizará desde una perspectiva occidental a fin de comprender la evolución de esta realidad en nuestra historia y hasta la actualidad. 

El deseo sexual puede entenderse como una motivación, una apetencia o emoción que nos empuja a buscar y encontrar aquello que sacie dicha querencia. El heteropatriarcado, entendido como la estructura de poder desigual entre los sexos que se asienta sobre la familia heterosexual como núcleo de control poblacional, también ha hecho suyo también este concepto. Así, resulta obvia la inmensa cantidad de connotaciones que ha ido adquiriendo a lo largo del tiempo, tanto en función del contexto histórico, como en función del sexo al que se refiera.

La historia oficial, sin perspectiva de género, desvela el discurso de la natural potencia sexual masculina. El deseo sexual de la mujer, al contrario, emerge en el imaginario colectivo como una entidad indisolublemente unida a otras realidades como el amor y los afectos, el matrimonio, el débito hacia el deseo masculino, la reproducción y la maternidad y, por qué no, el pecado y la culpa. 

Ya desde la Antigua Grecia, los hombres realizaban rituales y pociones con el objeto de aumentar el Eros[1] de aquellas mujeres por las que se sentían atraídos, a fin de satisfacer así su propio deseo sexual. Las mujeres, por el contrario, realizaban rituales y pociones para despertar el Fileo[2] en sus parejas (Sohma, M., 2017).

Desde los egipcios, pasando por Platón y hasta el siglo XIX, se entendía que la mujer, sus instintos y, por lo tanto, su salud mental, estaban atados a los deseos de su útero (Serrano Pontes, A. et al, 2017). La mujer era reducida a un animal maternal y si el útero no alcanzaba su condición de vasija natural, erraba en el interior del cuerpo generando, según Hipócrates o Galileo, todo tipo de enfermedades y malestares (Fernández Laveda, E.Mª et al., 2014).

La Iglesia también profesó una actitud punitiva sobre la sexualidad de la mujer. En el siglo IV “el clero reconoció el poder que el deseo sexual confería a las mujeres sobre los hombres y trató persistentemente de exorcizarlo identificando lo sagrado con la práctica de evitar a las mujeres y el sexo” (Federici, S., 2010, p. 69). La demonización de la sexualidad de la mujer y el control sobre su capacidad de dar vida fueron objeto de los dictados religiosos que acabaron plasmados en los libros eclesiásticos desde el siglo VII. Se iniciaba una nueva forma de persecución reglada sobre la sexualidad, los cuerpos y sus deseos (Federici, S., 2010).

Mientras la ley eclesiástica se enraizaba con fuerza en el vulgo, prescribiendo incluso el tipo de posturas o los días en los que poder mantener relaciones sexuales (Federici, S., 2010), la nobleza construyó su propio relato del deseo entorno a los siglos XI-XIII. Las restricciones sobre la expresión fáctica del deseo sexual acabaron por sublimarse en la creación artística de una nueva erótica: el amor cortés. Si bien éste sirvió para mantener al pueblo ensoñado en la fantasía, conformaba de otra parte la perfecta válvula de escape para las necesidades y deseos sexuales de los varones casados en matrimonios de conveniencia (Cruz, 2008). 

En consonancia con la lógica eclesiástica, el amor cortés es platonizado como amor ideal, hacia el cual dirigirse a pesar del sufrimiento que acarrea la imposibilidad de ser alcanzado. El hombre, en su papel activo por realizar el acto sexual adúltero, ha de pasar por un forzoso trabajo de seducción tras el cual, obtendrá los favores de la mujer deseada (Cruz, 2008). En el amor cortés, la debilidad del hombre es una de las características poéticas distintivas. Sin embargo, la conciencia de su superioridad queda implícita en el discurso dominante, que estructura y define la sexualidad de la mujer, relegándola a un simple objeto de deseo. Parte de la concepción actual del amor romántico, erróneamente asociada al incansable sufrimiento y a las dificultades, al ocultamiento de la deshonra (maltrato) y a la pasión irracional, parece hundir sus raíces en esta tradición oral y escrita. 

Desde el siglo XV la mujer se convirtió en el principal objeto de persecución durante la “caza de brujas”. El discurso demonizador consiguió apropiarse de los cuerpos y deseos de las mujeres bajo falsas acusaciones de fornicación, herejía y culto al diablo (Federici, S., 2010). Y a partir del siglo XVII, se establecieron leyes para promover la natalidad, principalmente mediante la prohibición de métodos anticonceptivos y del celibato, la persecución de mujeres que abortaran o el fortalecimiento institucional del matrimonio y de la familia. Gracias a la interiorización y reproducción de una ideología que promovía el control y castigo de las mujeres, el pueblo llano se convirtió en la herramienta de control más eficaz del sistema (Federici, S., 2010). La emergente clase obrera hizo suyos los valores del discurso hegemónico y, en consecuencia, denunciaban los actos inmorales y/o ilegales que las mujeres pudiesen cometer. La mujer se convirtió así en un medio más de producción a explotar, a fin de desarrollar la riqueza del país o lo que hoy día conocemos como sistema capitalista.

Sería en el siglo XIX cuando se construyese el discurso 2.0 sobre el deseo sexual y la histeria, de la mano de Freud. En vez de dar crédito a sus propias conclusiones acerca de la causalidad traumática de la histeria en mujeres, el reconocido como padre de la psicología, decidió desarrollar una compleja teoría basada en la inferioridad de la mujer. Así, el abuso sexual sistemáticamente ejercido en la clase burguesa, principal usuaria del psicoanálisis de la época, quedó enterrado bajo el discurso hegemónico de la locura. Si la mujer desarrollaba sintomatología ansiosa y otras somatizaciones como parálisis, trastornos del lenguaje, etc., se debía a cuestiones intra-psíquicas edípicas, es decir, infantiles, no resueltas (Herman, J., 2015). La incorporación de la mujer como nuevo objeto de estudio permitió al hombre científico estructurar el discurso hegemónico históricamente heredado bajo los parámetros del empirismo. 

No sería hasta el siglo XX cuando la tradicional concepción de la mujer como ser maternal y proveedora de los cuidados ajenos, comenzase a verse cuestionada. Con una recién nacida Sexología se empezó a hablar de las dos funciones de la sexualidad, la reproductora y la placentera (Reich, W.), abriéndose así un nuevo horizonte para la construcción del deseo en la mujer. Desde posiciones políticas diversas se criticó la relación sistémica entre el poder y la sexualidad: “Las leyes patriarcales relativas a la cultura, la religión y el matrimonio son esencialmente leyes contra el sexo” (Reich, W., 2010, p. 216). Pero fue el movimiento libertario o anarquista europeo el que hizo de la revolución sexual la base de su revolución, al comprender que hombres y mujeres son, por naturaleza, iguales en derechos. Divulgaron el conocimiento de la sexualidad, los métodos anticonceptivos y desarrollaron el neomalthusianismo, abogando por el control voluntario de la natalidad como herramienta de re-apropiación del cuerpo en contra del poder estatal (Martínez, L., 2012).

El avance relativo en la reivindicación de la sexualidad como elemento político, no obstante, se vio vilipendiado por la actitud pragmática de científicos como S. Freud, Kinsey o Masters y Johnson. Así, el establecimiento de categorías diagnósticas en base a parámetros estadísticos, desde una perspectiva androcéntrica, se convertirá en la base discursiva de la patologización de la mujer y su sexualidad. En vez de empoderar a sujetos políticos que luchasen por su propia liberación sexual, la sexología se orientó formalmente hacia la solución de los “problemas individuales” (Martínez, L., 2012). Y si bien la sexualidad empezaba a derribar poco a poco algunas barreras del tabú, lo hizo desde la óptica del modelo médico. Se asentaron así los criterios para el diagnóstico del Deseo Sexual Hipoactivo, exclusivamente diseñado en el DSM-V para las mujeres y, antaño, conocido como frigidez

Tras la II Guerra Mundial y la vuelta a casa de los soldados, el heteropatriarcado limitó los deseos y prescribió los nuevos deberes de las mujeres; cualquier aspiración quedó reducida a la mística de la feminidad. Los estudios científicos y estadísticos sirvieron para justificar la desigualdad de los sexos: la fuerza y la testosterona explicarían la agresividad y la incapacidad del hombre para frenar sus impulsos sexuales; la exclusividad del hombre en los puestos de poder justificaría su superioridad intelectual, capacidad directiva y natural adquisición de privilegios. Bajo la misma lógica, el desinterés hacia la sexualidad y que las mujeres eligieran cuidar de sus hijos, su marido y su hogar tras finalizar sus estudios universitarios, se debía al natural deseo y predisposición de la mujer hacia estos campos (Varela, N., 2008). Los criterios religiosos de la vergüenza y la culpa seguían estructurando la vida sexual de las mujeres. Y el espíritu productivo del capitalismo hizo de su sexualidad un disvalor, un elemento de escasa relevancia en la escala de valores consumistas. 

El discurso hegemónico, que prescribía una identidad basada en el “ser-para-los-demás” (Lagarde, M., 2000) y una frigidez natural, ayudó a interiorizar y reproducir esta visión del deseo sexual de la mujer como un elemento orientado a la satisfacción de los deseos ajenos. Los verdaderos deseos y sexualidades de las mujeres no podían verse plasmados en la práctica social porque ellas mismas habían interiorizado el relato social, el dictado sobre lo que debían desear. Pero es en este escenario, en el que las visiones religiosa, capitalista, social, biologicista y sexológica de la sexualidad, perfectamente integradas, son sistemáticamente cuestionadas, desmembradas y aniquiladas por un movimiento social que será imparable: el feminismo (Varela, 2008).

La comprensión histórica del control ejercido sobre el cuerpo de la mujer y su deseo sexual a través de la discursividad, debe ayudarnos a ser críticas con nuestra propia visión de la sexualidad. A día de hoy resulta evidente que el deseo, las motivaciones, las querencias de las mujeres han sido meticulosamente articuladas por el heteropatriarcado. La concepción del deseo desde la propia sexología aún refiere, en la actualidad, importantes determinantes biológicos y psicológicos; no así socio-culturales. Así, lanzar una mirada atenta y constante a nuestro propio discurso se torna esencial, al constituir este la base de nuestra práctica. 

El feminismo radical de los años 70 retomó la sexualidad como eje vertebrador de su revolución y, con ella, la apertura hacia un verdadero desarrollo del deseo de las mujeres: lesbianismo, militancia, autonomía, sororidad, proyectos de vida no atados a la estructura familiar tradicional, experimentación en grupos de autoconocimiento, rechazo del coitocentrismo… La discursividad se había mostrado tremendamente eficaz para el control de los cuerpos y mentes y, sin embargo, los cuerpos se revelaron. Fue una revolución planetaria, que superó las barreras de occidente y que, bien a nuestro pesar, llegó tardía y debilitada a España (Varela, 2008). 

El feminismo radical y el movimiento queer sentaron los precedentes para que, en la actualidad, las profesionales de la sexología continuemos dibujando el futuro de la liberación sexual. Una liberación sexual política, no dependiente de las fluctuaciones del mercado o de las corrientes científicas del momento. Hemos de reivindicar la autonomía de los cuerpos para decidir, a través de una educación que promueva la salud sexual, cómo deseamos ser y cómo queremos sentir placer. Las sexólogas tenemos una deuda política con nuestras madres y, hoy, más que nunca, será un placer defender que la sexualidad también es política.

 

Bibliografía


[1] Eros: es uno de los cuatro términos que se refiere a un tipo de amor profesado en la Antigua Grecia. Se corresponde con lo que hoy entenderíamos como deseo sexual, atracción sexual, deseo carnal.

[2] Fileo: es uno de los cuatro términos que se refiere a un tipo de amor profesado en la Antigua Grecia. Se corresponde con el amor en una relación de amistad y también dentro de la pareja, pues implica lealtad e intimidad, cariño, atención y amabilidad.