Claudia Lombardo Díez
Monitora de educación sexual
con perspectiva de género

Así como el veganismo, la comida orgánica o el movimiento “zero-waste” proliferan en las pantallas y las conversaciones, abandonando su nicho “hippie” tradicional en el imaginario popular, para ser anunciados en las paradas de autobús en forma de una “moderna” McVeggie, el concepto de “poliamor” se nos presenta, cada vez más, como un fenómeno que se aleja de los márgenes, para entrar de lleno en la academia, los periódicos e Instagram. Esta palabra, acuñada a principios de los años 90 en California, ha tomado definiciones más o menos amplias -por ejemplo, incluyendo o no las prácticas swinger– y es utilizada, a veces, como sinónimo de lo que otras denominan “no-monogamia ética”. Es, quizá, esta última formulación -preferida, a menudo, por aquellas personas escépticas del poliamor “de revista”- la que abarca más claramente el potencial transformador de este fenómeno, existente, merece la pena recordar, durante siglos antes de la invención del neologismo.

A pesar de que el concepto de poliamor pueda entenderse comúnmente como el antónimo básico de la monogamia, lo cierto es que las ideas que lo sostienen suelen oponerse a la monogamia como institución, y no como práctica. Lo que se pone en cuestión, por tanto, es la obligatoriedad de este modelo relacional en nuestra sociedad, así como sus bases fundamentalmente patriarcales, heteronormativas y capitalistas. No es el objetivo de este artículo analizar en profundidad estas conexiones. Sin embargo, resulta importante señalar que la monogamia tradicional -a la que la mayoría de nosotras sigue empujada culturalmente- se encuentra íntimamente ligada al mantenimiento de unos roles de género más o menos estrictos -incluso, en muchas parejas homosexuales-, así como a la realización, por parte de las mujeres, de un extenso trabajo de cuidados o trabajo reproductivo no remunerado que constituye un elemento esencial del sistema capitalista actual. De hecho, como ya apuntó Simone de Beauvoir en 1949, el concepto de herencia y patrimonio también dependen directamente del sistema monógamo. Para ella, la monogamia como institución obligatoria -fiel amiga del matrimonio después- nació, esencialmente, para proteger la integridad del patrimonio. Así, la libertad sexual de las mujeres quedaba limitada por la necesidad económica de asegurar el parentesco. 

Por supuesto, muchas prácticas poliamorosas reproducen estas mismas relaciones de poder. No es de extrañar, por ejemplo, que la gran mayoría de las escasas representaciones de relaciones poliamorosas tomen la forma de una “trieja” compuesta por un hombre y dos mujeres, por lo demás, bastante convencionales. La serie de Netflix She’s gotta have it -remake de una antigua historia sobre la vida de una joven artista en Brooklyn- resulta interesante, precisamente, porque presenta a una mujer que mantiene tres relaciones separadas y consensuadas con tres hombres distintos, algo realmente inusual en las pantallas. El poliamor, como todo, puede beber y bebe de las ideologías y culturas dominantes y, como tal, es necesaria una reflexión profunda sobre los pilares de nuestras prácticas emocionales para evitar que se convierta, simplemente, en el mismo perro con distinto collar.

En este sentido, resulta llamativo observar cómo muchas de las definiciones mainstream de poliamor se centran, únicamente, en la posibilidad de mantener relaciones “íntimas” (sexuales y emocionales) con más de una persona simultáneamente. A pesar de incluir la palabra “emocional” -algo que, normalmente, se utiliza para diferenciarlo de las “relaciones abiertas”-, podría decirse que esta definición, implícitamente, pone el foco en el aspecto sexual de la simultaneidad, pues creo que la gran mayoría de nosotras podemos afirmar que durante toda nuestra vida hemos mantenido varias relaciones emocionalmente íntimas a la vez. Por supuesto, la no-exclusividad sexual es una de las características del poliamor, ya que cuestiona la creencia casi intocable de la exclusividad como prueba suprema de amor e, incluso, con el debido sustento feminista, la peligrosa idea de los celos como signo de amor verdadero.

Sin embargo, esta característica, por sí sola, no desmonta apenas los pilares del sistema “sexo-género-monógamo” -como lo denomina Brigitte Vasallo-, y constituye, en mi opinión, uno de los aspectos menos “subversivos” del concepto. De hecho, para Dossie Easton y Janet Hardy, autoras de Ética promiscua, el término “putón célibe”[1] –persona que practica el amor libre sin mantener relaciones sexuales- no resulta contradictorio, porque las bases de este modelo relacional son, o deberían ser, en su opinión, mucho más amplias. 

Una definición del poliamor basada en la libertad de mantener múltiples relaciones sexuales (y emocionales), tiene la capacidad de perpetuar una cultura -y, por tanto, una sociedad- en la que encontrar pareja(s) (entendida como relación sexo-afectiva) siga siendo la parte central de todas nuestras vidas. De hecho, puede convertirla en una parte aún más fundamental, al ampliar el tiempo y energía necesarios para mantener esas relaciones, especialmente, en el caso de las mujeres, educadas, como estamos,  para la búsqueda y cuidado de nuestros príncipes y princesas.

La feminista Angie Aldana Laitón propone lo que, en mi opinión, resulta una característica mucho más liberadora y transformadora que la idea de “acostarse con quien quieras cuando quieras” (como a veces se vende), y es la ruptura entre amor y sexo. En los últimos años, hemos avanzado mucho en la idea de un sexo que es válido sin amor, pero, paradójicamente, nos hemos quedado muy atrás en el cultivo de un amor que es válido sin sexo. Así, para ella, lo que diferencia la monogamia tradicional del poliamor es, precisamente, que este último se concibe como un modelo relacional no sexo-céntrico. Sin duda parece contraintuitivo partiendo de las definiciones populares, que llegan incluso a proponer el poliamor -sin mucha reflexión- como posible “cura para los infieles”. Sin embargo, lo que se pone en juego en esta ruptura entre amor y sexo no es ya solo la exclusividad como valor, sino el trono, individual y casi sagrado, que ocupa la pareja -o incluso, las parejas- como relación fundamental de nuestras vidas. De esta manera, el poliamor se nos presenta como una herramienta para cuestionar, profundamente, las jerarquías de los afectos, tan naturalizadas en nuestras vidas que resultan casi invisibles. Desde preguntas tan -aparentemente- pequeñas como ¿por qué es tu pareja la que siempre debe acompañarte a las bodas y cumpleaños -aunque ni siquiera conozca a tus amigos? ¿Por qué es ella la primera persona que debe visitarte en el hospital? o ¿qué es lo que hace que tenga prioridad absoluta a la hora de elegir desde con quién vives hasta con quién pasas tus vacaciones o primer viernes noche libre? podemos llegar al cuestionamiento mismo de la base ideológica de la familia nuclear como unidad social esencial. 

Vasallo plantea el alejamiento de estas jerarquías institucionalizadas desde la utilización del término “redes afectivas”, en las que cada relación es diferente -en necesidades, intimidades y costumbres- y no se encuentra aislada de las demás. Así, su discurso pone luz sobre las posibilidades de un abanico de vidas y familias, redes, prioridades y afectos compartidos que no caben en un poliamor basado, únicamente, en la libertad sexual. 

Es precisamente este -siempre peligrosamente interpretable- concepto de libertad el que ha convertido al poliamor en un fenómeno tan susceptible de ser absorbido por los mecanismos cotidianos del neoliberalismo actual, en una especie de mercantilización de los afectos fuertemente criticada por activistas y pensadoras feministas. En algunos discursos, esta idea de libertad se ha comenzado a entender como falta de compromiso, dejando a su paso espacios en los que no cabe la manifestación de inseguridades, tristezas o celos. De esta manera, estos sentimientos quedan convertidos, rápidamente, en signos de debilidad y vergüenza que cada una debe tratar de aplacar en solitario, pues como dice el mantra: “si no estás a gusto, puedes irte cuando quieras”. Se instaura y naturaliza, así, una ausencia total de cuidados en nombre de la libertad individual que, una vez más, extingue la posibilidad del nacimiento de nuevas y fuertes redes de apoyo y afectos capaces de transformar nuestros entornos. Como movimiento social y, por tanto, puramente colectivo, el feminismo nos enseña cada día los riesgos del individualismo, a la vez que revaloriza la tarea de los cuidados como algo político y necesariamente comunitario.

No es de extrañar que sea justamente este poliamor sexo-céntrico, que enfatiza la libertad individual en oposición a unos cuidados que la “coartan”, el que se exponga habitualmente en los medios. La inmediatez, movilidad e inestabilidad que caracterizan gran parte de nuestras vidas invade así nuestras intimidades, dejando a su paso un consumismo de cuerpos y afectos como única alternativa a la monogamia tradicional. Como nos muestra el feminismo de las camisetas de Zara, la mercantilización de las ideas transformadoras y los movimientos sociales se enmarca dentro de un mecanismo altamente perfeccionado por el neoliberalismo que, si bien acerca muchos de estos conceptos a una mayor parte de la población, los despoja de casi toda su carga política por el camino.

Una no-monogamia ética es aquella que reivindica el papel de la comunicación y los cuidados, al tiempo que rompe las jerarquías que relegan a las relaciones íntimas no sexuales a una categoría de segunda. Es también una alternativa capaz de construir comunidades de afectos que nos sostengan en un mundo cada vez más individualista y, como tal, constituye un acto profundamente político que permite imaginar una multitud de vidas posibles. Si hablamos de libertad, esta me parece una forma mucho más radical de entenderla. Al final, hay muchas maneras de vivir, pensar y teorizar sobre el poliamor, pero sea cual sea por la que optemos, y el término que utilicemos, merece la pena reflexionar sobre el potencial transformador de las revoluciones personales, que, como nos ha enseñado el feminismo, siempre, siempre, son políticas.

BIBLIOGRAFÍA

Vasallo, Brigitte. Pensamiento monógamo, terror poliamoroso. Madrid: La Oveja  Roja, 2018.

Beauvoir, Simone. El Segundo Sexo. Madrid: Ediciones Cátedra, 2017.

Easton, Dossie y Hardy, Janet W. Ética Promiscua. Santa Cruz de Tenerife: Melusina, 2018.

Aldana Laitón, Angie. “Del poliamor y otros demonios.” Maguaré, Vol. 32, n. 2 (2018): 185-198. Extraído de: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6836830 (Última consulta: 01-05-20)


[1] Easton y Hardy deciden reclamar la palabra “putón” en su obra, utilizándola para describirse a sí mismas y a todas aquellas personas que se identifiquen con el concepto  de “amor libre” o cualquier forma práctica sexual-emocional no convencional.