Ainara Ciganda Goñi
Máster en Sexología y Género

Hace tiempo, en clase, me pidieron que puntuará mi cuerpo del 1 al 10. Esta puntuación podía hacerla de cada una de las partes de mi cuerpo. Como buena estudiante que soy, empecé a puntuar del 1 al 10 todas y cada una de las partes de mi cuerpo (labios, pecho, cara, culo, piernas…) sin cuestionarme lo más mínimo el porqué de la pregunta. Al terminar la profesora me preguntó por la puntuación que me había dado, y luego me pidió que pensara y reflexionara sobre con qué tipo de cuerpo estaba comparando el mío. Comparé mi cuerpo con uno delgado, alto, «sin imperfecciones», de cadera ancha y senos grandes. Empecé a cuestionar en qué modelo de mujer me estaba basando para definir qué era bello o aceptable y qué no. Todas las mujeres habíamos pensado más o menos en el mismo prototipo de mujer “perfecta”, y aunque no me extrañó que todas coincidiéramos en que ese cuerpo era «el perfecto», me dio qué pensar.

Llegué a la conclusión de que detrás de este imaginario colectivo, están varias industrias que impulsan que muchas de nosotras deseemos alcanzar este canon para, por un lado, someternos a una vulnerabilidad y, por otro, ganar dinero.

Lo mencionado anteriormente, me hizo cuestionar los introyectos que tenía arraigados en mi mente. Lamentablemente, hoy en día uno de los mayores condicionamientos para la salud integral de las mujeres es el autoconcepto corporal, que se adquiere en edades muy tempranas y derivan de él los sentimientos que cada una de nosotras vamos desarrollando hacia el propio cuerpo. Mi intención en este artículo es analizar y cuestionar, desde un punto de vista crítico, cómo nuestro sistema económico participa activamente en la construcción del modelo hegemónico de belleza que oprime a las mujeres, situando así el cuerpo de la mujer y este modelo normativo de feminidad en uno de los ejes fundamentales de nuestra opresión actual. El canon hegemónico de belleza es una de las categorías socioculturales con las que convivimos. Ella implica un diálogo e incluso un vínculo que cala profundo en nuestra autopercepción de la imagen propia. Como un holograma, a veces como una sombra que delimita y talla modelos de angustia que nos atraviesan.

Esta frase de la antropóloga  británica Mary Douglas sirve para comprender mejor que el cuerpo es un medio de expresión altamente restringido, ya que, está muy mediatizado por la cultura y expresa la presión social que tiene que soportar. La situación social se impone en el cuerpo y lo ciñe a actuar de formas concretas, así, el cuerpo se convierte en un símbolo de la situación. Si entendemos la belleza como un conjunto de creencias, que a su vez asigna valores en una jerarquía vertical aprendida, mediante la socialización diferencial de roles de género. El mito de la belleza es inerte, inflexible en cierta manera y de acuerdo a una norma.

“El cuerpo social restringe el modo en el que se percibe el cuerpo físico”.

Douglas, 1988; 93.

Una de las autoras que trabajó con profundidad este tema en su libro “El mito de la belleza” fue la escritora Naomi Wolf. Wolf  entiende el concepto de belleza como un valor normativo y explica cómo este concepto es construido socialmente. Esta escritora es conocida como una de las representantes más famosas de la tercera ola del feminismo, también estudió en su obra en qué medida el patriarcado determina el contenido de esta construcción con el objetivo de reproducir su hegemonía.

Según Naomi Wolf, el mito de la belleza se basa en que la cualidad llamada “belleza” tiene existencia universal y objetiva. Las mujeres deben aspirar a personificarla y los hombres deben aspirar a poseer mujeres que la personifiquen. Es un imperativo para las mujeres, pero no para los hombres, necesaria y natural, porque es biológica, sexual y evolutiva. En sintonía con lo cual, subyacen a ella valores estructurales definidos binariamente desde una matriz dividida entre hombre y no hombre, lo universal y lo “otro”.

 Con relación a lo mencionado anteriormente la belleza se ha convertido en un sistema monetario semejante al del oro. Como cualquier economía, está determinada por lo político y en la actualidad, en occidente, es el último y más eficaz sistema para mantener intacta la dominación masculina sobre la femenina. En este sistema económico, la belleza se presenta como un producto resultante de numerosas cadenas de montaje, que perpetúa modos de ser de los cuerpos que priorizan la estetización. Exalta el cuerpo hasta convertirlo en mercancía y pasa a ser el medio principal de producción y distribución de la sociedad de consumo. Así su mantenimiento, reproducción y representación se convierten en temas centrales en la sociedad de consumo. 

El hecho de asignar valor a la mujer dentro de una jerarquía vertical y según pautas físicas impuestas por la cultura es una expresión de las relaciones de poder según las cuales las mujeres deben competir de forma antinatural por los recursos que los hombres se han otorgado a sí mismos. Es muy común en el caso de las mujeres que pongamos por encima el dolor y relegamos del placer, para dotar de placer a otra persona. Como sucede cuando sometemos a nuestros cuerpos a operaciones de cirugía a innecesarias para acercarnos a ese “ideal” de mujer. Aún es más preocupante ver cómo el perfil de género femenino que marca la comunicación de la ‘industria de la belleza’ está introduciendo patrones de comportamiento que no sólo perpetúan los roles y estereotipos asociados a la feminidad normativa sino que los refuerza y asigna precozmente a niñas desde edades cada vez más tempranas. Cada vez es menos raro ver a niñas que odian su cuerpo y tutores legales que someten a sus hijas a dietas abusivas para que alcancen ese cuerpo “perfecto”.

 Aunque en muchos medios de comunicación insistan en que la situación de la mujer ha mejorado mucho, la realidad es que no es más que una hipertrofia de lo que tuvieron que sufrir las mujeres antiguamente.  Antaño se imponía el modelo de mujer “casta” al servicio de la reproducción, no importaba el placer. Sin embargo ahora, se impone el modelo de mujer hipersexualizada al servicio del placer del hombre siendo la mujer objeto para el deseo y el placer. La cosificación encorseta a la mujer dentro de un rol pasivo como sucedía con el modelo de mujer casta de antiguamente siendo la única diferencia que en vez de estar al servicio de la reproducción ahora está al servicio del placer por lo que todavía impera una construcción social totalmente androcéntrica. 

La violencia simbólica que han recibido todas las mujeres de nuestra sociedad desde pequeñas, es una herencia del patriarcado, la cual se agrava por los intereses del mercado que construyen un modelo hipersexualizado de mujer. Nuestra valía no depende de nosotras mismas, sino que, el valor que se nos otorga depende de la facilidad que tengamos a la hora de adaptarnos a unos patrones que nos relegan a ser un objeto de deseo.

Simone De Beauvoir, en su libro “El segundo sexo” denuncia la manipulación del aspecto físico de la mujer y su utilización como objeto erótico ideal. El cuerpo es, por excelencia, lugar de cultura, de socialización, con normas distintas para cada uno de los géneros. “Las normas que se refieren al campo de las mujeres son más estrictas y móviles que las referidas al cuerpo de los hombres, precisamente por su definición cultural de cuerpo/objeto o cuerpo deseado. El cuerpo de las mujeres debe ser bello y al mismo tiempo fértil, es un cuerpo para los demás. Detrás de este imaginario colectivo, están varias industrias que lo que hacen es impulsar que muchas de nosotras deseemos alcanzar este imaginario para por un lado someternos a una vulnerabilidad y por otro para ganar dinero«.

 Este fragmento del libro El segundo sexo de Simone De Beauvoir resume perfectamente lo que he querido expresar  anteriormente “El ideal de belleza femenina es variable, pero ciertas exigencias permanecen constantes; entre otras, y puesto que la mujer está destinada a ser poseída, es preciso que su cuerpo ofrezca las cualidades inertes y pasivas de un objeto”.

A la conclusión a la que he llegado después de profundizar en este tema es que la belleza no es universal ni inmutable, aunque occidente pretenda que todos los ideales de belleza femenina partan de un único modelo platónico de mujer ideal.

La belleza debe ser  lo alcanzable. Lo cercano. Tu arruga cuando sonríes es bella. Tus uñas roídas por el nerviosismo. El pelo seco del sol. Las pecas. La barba mal cortada. Las greñas de tu cabello. Las estrías que adornan tu barriga. Los pies grandes. Tu nariz aguileña. La tripa incipiente que sobresale de tu cinturón después de años y años de cervezas. El trasero enorme o la falta de él. Los pechos caídos fruto de la inevitable y cruel ley de la gravedad. Los granos antes de ser reventados. Esos kilitos de más o de menos. Una barbilla prominente. Los pelos que no se pueden controlar. Una mirada miope. O las propias cicatrices, recuerdos de batallas ganadas.

Todo esto es bello. No es perfecto, pero es bello, al fin y al cabo. Nos remonta a lo que verdaderamente somos. Hombres y mujeres. No máquinas ideales fruto de la imaginación de algún publicitario. Son muestras de que vivimos porque la perfección es opuesta a la vida. Es imposible en el mundo real en el que nacemos, vivimos y morimos. Entender la liberación que supone dejar de pensar que somos competencia y entender que somos compañeras y nos cuidemos entre nosotras.

 

BIBLIOGRAFÍA

  • Aumont, Jacques. (1992). La imagen. Paidós Comunicación. España.
  • De Beauvoir, Simone (1949) El segundo sexo. Argentina: Debolsillo.
  • Douglas, Mary (1979). “Do dogs laugh”. A cross cultural aproach to body simbolism, Londres: Routledge.
  • Tort, Cinta (2019). Habitar mi cuerpo. Barcelona: Bruguera.
  • Wolf, Naomi (1991). El mito de la belleza. Barcelona: Emece.